Aquellos carnavales

  • Las comparsas y juegos con agua y harina se arraigan en la cultura popular.
  • En los barrios de Córdoba, la fiesta del Momo ha tenido distintas manifestaciones a través del tiempo.

La abundancia de órdenes religiosas, establecidas desde tiempos de la fundación de la ciudad, forjó en buena medida el carácter de los habitantes de este lugar. “El cristianismo era el fundamento de la vida moral y la aristocracia representaba el valor, la lealtad y el respeto a la tradición que significa, en su más profundo sentido, la idea de que el progreso social es algo continuo, reñido con la improvisación”, afirma Luis Martínez Villada en “Notas sobre la cultura cordobesa en la época colonial” (1919).

“Al pueblo le interesaba únicamente, de todo el armazón eclesiástico, el umbral pagano de las carnestolendas donde gozaba de su más preciado instante de libertad”, sostiene por su parte el narrador Arturo Capdevila en “Córdoba del recuerdo”.

Los preparativos para la fiesta de Momo, el rey del desenfado y de las burlas, comenzaban algunos meses antes, y las comparsas más populares en las primeras décadas del siglo pasado eran La Estrella del Norte y Los Negros Africanos, según recuerda Capdevila. La rivalidad entre ambas era tan fuerte que a veces se enfrentaban en auténticas batallas campales.

El desfile con carrozas, comparsas y personas disfrazadas comenzaba a la hora de siesta y se extendía hasta la medianoche. Existía un corso oficial, que se realizaba en el centro de la ciudad, aunque pronto cobraron independencia los corsos de San Vicente y de Alta Córdoba.

Una comparsa típica

El mismo Capdevila recuerda de qué manera se organizaba una comparsa: “Adelante veía un racimo de chicuelos haraposos. Abría la marcha el “escobero” con un delantal de plumas que apenas le cubría el muslo, con camiseta negra y peluca hirsuta mientras pincelaba el aire con su escobilla conjuradora, y gesticulaba sudoroso las muecas de una alegría bárbara”.

Notas gráficas de La Voz del Interior del carnaval de 1933.

Detrás del escobero, la comparsa levantaba su portaestandarte, generalmente, estampado en un paño de terciopelo escarlata. La insignia exhibía las medallas ganadas en los concursos de comparsas.

“Le seguían el Rey y la Reina, ambos de manto pluvial, aquel con la espalda en alto y ella con el cetro en la diestra -continúa-. Y les rodeaban las bailarinas de cara pintarrajeada y exigua falda de tul haciendo cabriolas. Y venía después el orfeón, en que los orfeos, con trajes de raso azul a franjas blancas, marchaban muy trovadores, sonando mandolinas, guitarras y flautas”.

Y venían en pos un coro de odaliscas. Seguían atrás los “candomberos”, veinte, treinta, cien, golpeando localmente los tambores entre saltos y piruetas  (…) Y por todas partes iban, venían, ágiles, cascabeleantes, cornudos, coludos, elásticos, ubicuos, revueltos, en caterva atronadora, los “diablos” de la comparsa”, prosigue el autor.

Calles cubiertas de papel

Las comparsas eran saludadas con enormes cantidades de papel picado que la multitud arrojaba a su paso, lo que dejaba las calles cubiertas por un espeso manto.

En cuanto al juego del carnaval, había un proyectil casero de uso popular hecho con huevos de cocina perforados en un extremo y rellenados con agua. El orificio se cerraba cuidadosamente con una mezcla de lienzo engrasado. Excepto por este ardid, el juego se practicaba a baldazos.

Jorge Orgaz, el eminente médico y ensayista, actor fundamental de la Reforma del ´18, cuenta que el corso de la calle Ancha, actual avenida General Paz – Vélez Sarsfield, era “cita y fiesta de la ciudad entera, en la que los apellidos tradicionales y de los comerciantes del centro aparecían mezclados, por una vez, a los anónimos, todos enfervorizados por iguales licencias tolerables”.

“El desenfrenado jugar con agua, con jarros, tachos, palanganas y baldes, hasta empaparse hombres y mujeres de toda edad”, cuenta Orgaz en la novela “Memoria de la ciudad chica”.

Carnaval de guardapolvo blanco

El barrio de Clínicas fue uno de los escenarios más ardientes en la práctica de mojarse con agua. En “Historia del barrio Clínicas”, Miguel Bravo Tedín da algunos detalles de aquellos carnavales en el entonces barrio predilecto por los estudiantes de medicina. Ellos, que venían de distintas provincias, jugaban con agua y con harina. Una barra de amigos tocaba el timbre de la habitación de la pensión de un compañero y esperaba un momento. Si el inquilino no salía de su casa, entonces lo buscaban y lo sacaban a la calle por la fuerza como estuviera para jugar al carnaval.

El transporte público era un blanco fácil para los estudiantes. Una de las trampas habituales consistía en formar una fila india que se mantenía oculta de la calle por la que circulaban el ómnibus o el tranvía.

Uno de los miembros de la barra hacía seña al conductor para que parase. Al detener su marcha para levantar al supuesto pasajero, el ómnibus era tomado por asalto por los estudiantes que subían por la puerta delantera, mojaban a quienes allí viajaban y descendían -en clara señal de urbanidad, eso sí-, por la puerta trasera, seguramente con la complicidad del chofer y dejando al pasaje pasado por agua.

En el barrio de los aprendices de medicina eran muy populares, además, las fiestas de las casas de provincia -el Baile del Poncho, por Catamarca, el Baile de la Yerba Mate, por Misiones, el Baile del Guardapolvo, por San Juan-. También el célebre baile del internado, en los que solían hacerse macabras bromas. Además de la Semana del Estudiante y la Semana de la Calle Neuquén, hay que agregar un Carnaval de Invierno, según recuerda Bravo Tedín.

Este último se realizaba los cuatro sábados del mes de junio. El tradicional desfile de carrozas tenía algunas producciones desopilantes, como la Clínica Última Noche: “Un grupo de muchachos disfrazados con guardapolvo llevaba su enfermo en camilla y como elementos de cirugía serruchos, cuchillos, tenazas, etc. Habían conseguido una parrilla, chinchulines, una traquea de vaca, hígado e iban operando. A medida que operaban ponían aquello arriba de la parrilla. Eso era en pleno centro y en la camilla iba un paciente que era otro estudiante. Debajo de la camilla iba un cajón de muerto”. Para que al espectáculo no le faltase música, la carroza era seguida  por una orquesta típica llamada “Los perros del ritmo”.