Educadas contra el vicio y la ignorancia

Entre 1782 y hasta el último tercio del siglo XIX, en vísperas de la sanción de la Ley 1.420 de educación común, gratuita y obligatoria, funcionó en Córdoba el único establecimiento educativo de mujeres que tuvo la Provincia, con el nombre de Real Colegio de Niñas Nobles Huérfanas.

La escuela fue fundada por el entonces obispo del Tucumán –jurisdicción de la que dependía Córdoba– fray José Antonio de San Alberto, en el lugar que había sido residencia de los estudiantes del Monserrat una vez reacondicionado el Colegio Máximo de los ex-jesuitas.

La creación y funcionamiento del instituto aparecen reseñadas minuciosamente en el trabajo “Niñez, Iglesia y ‘política social’. La fundación del Colegio de Huérfanas por el obispo San Alberto en Córdoba, Argentina, a fines del siglo XVIII”, realizado por las investigadoras Mónica Ghirardi del Centro de Estudios Avanzados de la UNC, Dora Celton del Centro de Estudios Avanzados de la Unidad Ejecutora de CONICET y Sonia Colantonio de la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la UNC. El estudio forma parte de una investigación más amplia sobre la historia de la infancia en Córdoba, que se encuentra en preparación.

Las autoras advierten que, durante siglos, en España y en sus colonias americanas la Iglesia tomó a su cargo el asistencialismo social brindando alimento, vestido, alivio en los padecimientos físicos e instrucción en la doctrina cristiana a quienes la necesitaban.

“En el nuevo modelo de sociedad que se pretendía construir bajo el imperio de la filosofía ilustrada –precisan–, la formación religiosa y cívica de los pobres y desamparados constituyeron herramientas eficaces para dirigir y sistematizar el disciplinamiento social con vistas al orden y progreso que se pretendía alcanzar”.

De ese ideal educativo no estuvieron excluidas las mujeres cuya instrucción “acorde a su sexo”, apuntaba a “formarlas en ideales de utilidad a la Religión y al Estado, preparándolas para el gobierno de su casa”.

Contra la ignorancia
Al asumir su función episcopal en el Tucumán y recorrer los vastos territorios que conformaban su diócesis, el obispo San Alberto percibió que la situación cultural de los habitantes distaba de ser halagüeña –a la que calificó como de “ignorancia general”– y exhibió su preocupación por el panorama general de pobreza.

Córdoba se distinguía, entonces, por sus numerosas iglesias entre las que se destacaba la Catedral y además contaba con la Universidad, la más antigua del país, fundada en 1613 por los jesuitas. También por una población joven y de fecundidad elevada, donde el mestizaje y la ilegitimidad eran características importantes: “Del total poblacional (7.320 habitantes en la ciudad en 1778), un 46% eran de calidad española, mientras que el resto pertenecía a las castas, distribuidos en un 11 % de indios, un 29% de libres y un 13 % de esclavos”.

Al igual que en España y el resto de la América española, la enseñanza primaria elemental había comenzado impartiéndose en casas particulares, hogares de aquellos más adinerados que podían costear un maestro, clérigo o secular, y también en iglesias y conventos. Pilar Gonzalbo Aizpuru destaca al respecto la función educadora que tenía la familia, y sostiene que los progenitores incidían especialmente en la enseñanza domiciliaria, ya que eran ellos quienes la costeaban.

Según Juan Probst, la primera escuela elemental de Córdoba data del siglo XVI, bajo la dirección del maestro Andrés Pajón; otros educadores fueron Juan Bautista de Mena, a comienzos del siglo XVII, y Francisco de Cuevas, un tiempo después. En 1623, a diez años de la fundación de la Universidad, la Compañía de Jesús creó una escuela elemental que funcionaba anexa a la Universidad.

En ese contexto y con una Iglesia inquieta porque los protestantes se le habían adelantado en el desarrollo de la educación elemental popular, fray José Antonio de San Alberto fundó el Colegio de Niñas Nobles Huérfanas por el que pasaron 1.500 alumnas, en sus 90 años de existencia.

Prioridades de admisión
La palabra “noble” en el nombre del establecimiento no constituía ninguna casualidad, ya que se valoraba “la legitimidad de nacimiento, la limpieza de sangre y la carencia de defectos físicos o enfermedades”. “La limpieza de sangre como valor social –puntualizan las autoras– era propia de un concepto de honor estamental en sociedades estratificadas como la tratada”.

Las condiciones de admisión especificaban un orden de prioridades, empezando por las niñas que carecían de ambos progenitores; en segundo lugar, de las que no tenían madre; a continuación, de las carentes de padre; y de las desamparadas espiritual, moral y materialmente cuando, aun viviendo los progenitores, estos no estuvieran en condiciones de criarlas por su extrema pobreza y carencia. Pero también se contemplaba el ingreso “de quienes, no siendo huérfanas ni pobres, sus parientes o tutores quisieren internarlas en la casa para su mejor crianza pagando los alimentos”.

“Se sumaban así, a las pobres y huérfanas que carecían de lo indispensable, niñas de origen acomodado y con los padres vivos. De tal modo que, ya desde su concepción una institución que debería servir para socorrer huérfanas y necesitadas exclusivamente, se preveía también como espacio de recogimiento de niñas pertenecientes a sectores de españoles acomodados, en condiciones de pagar por su instrucción”, detalla el trabajo de investigación.

Empero, junto a estas alumnas ricas, estaba dispuesto que se admitieran “entre seis u ocho niñas huérfanas mulatas para el servicio de las demás, a las cuales la reglamentación mandaba se sustentase, criase y educase del mismo modo que a todas, artículo, seguramente de difícil aplicación en la práctica”.

De acuerdo a lo que señala Claudia Rosas Lauro, existía una intención de educar a la mujer para el papel que la sociedad le destinaba: su reclusión al ámbito doméstico y su formación como esposa y madre, dado que el espacio público estaba reservado al hombre. Así, en el reglamento estaba previsto que se les enseñase a leer y escribir, coser, hilar, bordar, hacer calcetas, botones, cordones, cofias, borlas, ponchos, alfombras, y todo lo concerniente a la piedad y cristiandad.

Contra los vicios
Las autoras advierten, no obstante, que los padres de familia encontraban significativos beneficios en la educación bajo modalidad de internado ya que, si bien existía una preocupación por la formación de las reclusas, lo más atrayente era que permitía evitar los vicios de la educación doméstica (ociosidad y dormir), asociados a la formación de una personalidad indolente y más expuesta a las rebeliones de la carne, ya que las sirvientas hacían las tareas de la casa por estar las niñas españolas exentas del trabajo manual.

A diferencia de lo que ocurrió en Buenos Aires con el Colegio de Huérfanas de San Miguel, –un establecimiento similar– el de la conservadora Córdoba no cambió demasiado con la Revolución de Mayo y la única innovación que tuvo fue la incorporación de una clase externa para niñas pardas en 1811. Más allá de que, en algún momento, no pocas familias enclaustraban jóvenes en forma indefinida para ocultar “nacimientos adulterinos, incestuosos y sacrílegos”. A las que se sumaban “esposas en conflicto con sus maridos y novias rebeldes”, cuya situación colisionaba abiertamente con el objetivo de impartir una enseñanza que, a partir del aislamiento, preservara a las educandas de la “corrupción” derivada de los peligros del siglo y asegurara su honestidad sexual.

Es de destacar, no obstante, que el Colegio de Niñas Nobles Huérfanas cordobés gozó de una muy buena reputación y, en ese mérito, la tarea del obispo San Alberto fue decisiva, aun a pesar de su concepción misógina en la valoración del género femenino.

Fuente: Revista Saberes (Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba).

Ilustración: Nacha Vollenweider.