Ser Positivo: portadores de la esperanza

El 24 de agosto de 1999 fue, para Liz, de esos días que ponen pausa a la rutina; esos que, a la larga, se transforman en la bisagra entre lo que éramos y lo que, desde allí, empezamos a ser.  Ese día, pasado apenas el quinto mes de su primer embarazo, los médicos le diagnosticaron la infección por VIH. La vida le ponía enfrente un desafío mucho más grande que el ser madre por primera vez; la encontraba en el medio de las ilusiones que despierta el dar vida y los miedos que desata la posibilidad de perderla.

Pero como si el destino desafiara los límites de su fortaleza, la vida de esa joven, por entonces sólo de 25 años, no dejaría de recibir fuertes cimbronazos. De sus dos mellizas, que nacieron seismesinas, una fallece a los dos meses de estar en terapia, lo que implicó un duro golpe para los sueños de aquella madre primeriza. A su vez, el 17 de noviembre de ese mismo año, casi tres meses después de haberse enterado de la enfermedad que padecía, los médicos le informan que la niña que había quedado con vida padecía HIV y que, inexplicablemente y por algún motivo, la que había fallecido no. Una vez más, desde aquel 24 de agosto, Liz sentía que nada volvería a ser como antes.

Dolor, asimilación, volver a empezar

Se dice que la fortaleza de una persona no se mide tanto por las veces que ha caído, sino por las oportunidades en que se ha levantado. Pero el volver a estar de pie, muchas veces, necesita de antemano del dolor.

La primera reacción de Liz al conocer su diagnóstico fue de bronca y de enojo. La impotencia tomaba cuerpo en esa pregunta que se hace cuestionamiento y que, en su desconsuelo, no encuentra respuestas: ¿por qué?

“Me contagié con una pareja mía, el papá de mis hijas, mi novio desde hacía cuatro años; yo no tenía comportamientos sexuales promiscuos. Entonces lo primero que cuestionás es ¿por qué a mí?”, comparte Liz.

Sin embargo, comenta que la dificultad para asimilar esa nueva realidad en su vida fue sencilla comparado con la muerte de una de sus hijas y el conocimiento de que la otra melliza también padecía la enfermedad: “Del momento en que falleció mi hija, me acuerdo como si fuera hoy. Iba por Colón y Avellaneda; yo estaba decidida a quitarme la vida porque no iba a poder con esta cruz. Al cruzar la calle veo una mamá, de alrededor de 60 años, con su hijo discapacitado de unos 30. ¿Viste esas cosas que te hacen click, que vos decís por qué? Ahí me di cuenta que si Dios me dio esto es porque lo iba a poder superar”.

Sin dudas fue ese el momento de ruptura para Liz, ese instante en el que todo toma un color diferente y en donde una nueva perspectiva llega para devolverle el sentido a la vida: “Automáticamente dije ‘me voy a hacer amiga de la enfermedad, no va a ser un rival mío’”.

De eso se trata, de hacerse amigo de la enfermedad, de pensar en lo que viene y no en lo que pudo ser. Encontrar las oportunidades entre tanta dificultad, ver esa mitad del vaso lleno. Para Liz se trató mucho más que de retomar el camino: implicó un nuevo rumbo que, en verdad, fue consecuencia inevitable de su búsqueda de respuestas.

El propósito detrás del porqué

“A lo largo de mi vida siempre me pregunté el porqué. Después lo encontré”, cuenta Liz sobre sus reacciones después de conocer su enfermedad. Y continúa: “Creo que acá faltaba gente que peleara por sus derechos. El HIV era una enfermedad que tenía muchos mitos; se pensaba que sólo le pasaba a los homosexuales o a las prostitutas y los héteros quedábamos afuera. En ese tiempo no se entregaba la medicación, dependíamos de la Nación y empezamos a pelear por los derechos. Y lo conseguimos”.

Así, del proceso de asimilación nació la convicción de trabajar por y para la enfermedad, de buscar mejorar las condiciones de las personas que la padecen y de, sobre todo, mirar a la sociedad con la frente en alto, contando su verdad y derribando mitos y falsas representaciones.

Fue en ese momento en que la necesidad de acción opacaba al dolor, cuando Liz encontró su espacio en el marco de un programa que dio inicio por aquel entonces en el Hospital Rawson. La iniciativa contemplaba la incorporación de personas que fueran HIV positivo, con la premisa de que desde su vivencia, ellos funcionarían como parte de la solución.

Al respecto, Liz recuerda: “Cuando yo decidí trabajar para que cambien las cosas encontré mi espacio en el Programa Provincial de Lucha contra el VIH”. Rescata que allí fueron tomados no solamente como pacientes, sino -y fundamentalmente- como sujetos que formaban parte de la solución, que tenían un testimonio para ofrecer y que ese testimonio sería central a la hora de pensar en las posibles formas de revertir la situación en Córdoba. Por eso, decidió sumarse al equipo de trabajo que, compuesto por personas HIV positivo y profesionales de la salud, tomaba como premisa fundamental que los pacientes fueran los generadores del cambio.

Desde allí, la vida de Liz no le esquivó a la verdad, muchas veces cruel, de su condición. Tampoco dejó de lado aquello en lo que siempre creyó: que tener la enfermedad no era un estigma ni una vergüenza, que era parte de la vida y que, si no se hablaba ni se discutía sobre el tema, pensar en una inclusión real quedaría siempre como un ideal imposible de alcanzar. Bajo ese principio, tocó y abrió cuantas puertas se le presentaron, buscó por todos los medios posibles, puso su voz, su rostro y su testimonio al servicio de una causa que encontró en ella una luchadora incansable.

“Yo busco un cambio, no para mí, sino para mi hija. Mi hija tiene un camino por recorrer. Esto es lo que me tocó vivir, yo no lo elegí. Es una enfermedad, ¿por qué me voy a ocultar? Si yo pretendo que el día de mañana mi hija vaya a la facultad, que la ayuden, que la contengan, yo tengo que salir y dar la cara y decirles ‘esto pasa’”, reflexiona.

Liz está convencida que la única manera de destruir los prejuicios es hablando sobre el tema, brindando información y asumiendo que la enfermedad no supone, nunca, una condición de inferioridad. “Yo quiero que mi hija tenga una vida normal, que se pueda sentar con sus amigos y decirles ‘bueno, yo tengo esto’, y que nadie se levante y se vaya”, sentencia.

No obstante, si resulta difícil pensar en la fuerza que se necesita para afrontar este tipo de enfermedades, es casi imposible imaginarnos cómo hacerlo cuando, además, hay que sostener y motivar a otra persona en esa misma condición. Más, incluso, cuando esa otra persona es tu propia hija. Liz, que ingresó Rawson gracias al Programa Provincial, que luego se convirtió en enfermera y actualmente trabaja como administrativa en el nosocomio, compartió: “Cuando llevaba a mi hija a sacarle sangre, ella me decía que no quería más, que no quería tomar más pastillas, que por qué a ella, que hasta acá llegaba, que abandonaba. Es muy doloroso como madre que tu hija te plante bandera”.

Entre lágrimas, visiblemente emocionada, continúa: “Ahí yo le decía: yo no dediqué 14 años de mi vida para que vos me dejes acá». Entonces mi hija le preguntó a los médicos dos cosas: si se iba a morir y si iba a poder tener hijos. Los médicos le dijeron que no se iba a morir y que sí podría ser madre. Ahí fue cuando dijo que, desde ese momento, ella la iba a pelear junto a mí”.

Una enfermedad social

Para muchos, como Liz, el VIH es una enfermedad más social que biológica. Los avances en el campo de la medicina han ido permitiendo mejorar los tratamientos y la calidad de vida. Sin embargo, los cambios no han sido sustanciales en cuanto a la discriminación y los prejuicios.

Desde el punto de vista médico, Liz afirma que es una de las enfermedades que más avances ha tenido. En ese sentido, comenta: “Cuando nos enteramos tomábamos 45 pastillas; ahora tomamos sólo dos”. De este modo, asegura que se trata de una patología crónica, tratable y llevadera, que más allá de las limitaciones que implica tener, por ejemplo, una dieta saludable, permite realizar una rutina normal. “Yo nunca dejé de hacer nada en mi vida cotidiana”, agrega.

No obstante, la vida más allá del tratamiento encuentra una realidad sesgada de prejuicios. Una sociedad que sigue construyendo muros sobre cimientos de desinformación y falsos estereotipos. Liz está convencida de que la lucha que falta ganar es contra la discriminación, la misma que genera que la enfermedad se vuelva “clandestina” y que, por consiguiente, se obstruya la inclusión y la integración social.

“Si socialmente estuviéramos preparados para enfrentar esta enfermedad, el riesgo de mortalidad de los pacientes con VIH sería mínimo, porque socialmente se los incluiría, tendrían un lugar y serían contenidos. Si eso pasara, contaríamos con la sociedad”, reflexiona.

Un mensaje en movimiento  

Liz afirma convencida que ellos no tienen VIH, sino que conviven con el virus. Y que en esa distinción hay una diferencia sustancial: la relación que día a día construyen con la enfermedad.

“Te dan un papel que dice que vos sos VIH positivo. Pero lo que vos hagas con ese papel es lo que determina el resto de tu vida. O te hacés amigo de la enfermedad y sos positivo y le ponés el pecho; o te dejás en el abandono, no querés saber más nada y aguantás cinco o seis años”.

Para muchos, la única historia que escucharon sobre el VIH sólo tenía que ver con el dolor, el sufrimiento y, sobre todo, la muerte. Sin embargo, detrás de esa historia hay otras, mucho más plurales y diversas, que -lejos de asociarse a la muerte- construyen y trabajan por la vida. Se trata de personas que desafían aquel destino presupuesto y entienden que Ser Positivo es, más que una posibilidad, un estilo de vida y una forma de superación. Liz representa esas otras historias, sujetos para los que los muros sociales no fueron un límite sino un desafío. Personas que, más que construir mensajes, son mensajes en movimiento.

El Estado y la sociedad civil: un trabajo articulado

El trabajo de lucha y concientización sobre el VIH requiere de una articulación entre el Estado y las organizaciones de la sociedad civil. En Córdoba, la Provincia puso en marcha, desde hace poco más de diez años, el Programa Provincial de Lucha contra el VIH que funciona en el Hospital Rawson y del que también formó parte Liz en su fundación.

A través de este espacio, la Provincia garantiza la provisión, en tiempo y forma, de los medicamentos para los pacientes, como así también la contención desde diferentes disciplinas. Luis Vega, miembro del programa desde su creación, comenta que se busca un abordaje desde tres ejes de sentido: la prevención, focalizada en disminuir la cantidad de casos de VIH; la asistencia a las personas que están viviendo con el virus a fin de optimizar la calidad de vida; y la articulación con las organizaciones de la sociedad civil y también con los diferentes organismos del Estado.

Diosnel Bouchet, médico integrante de dicho espacio, asevera que “el Estado garantiza la entrega de los medicamentos en un cien por ciento” y que, además, la fortaleza del trabajo desde el programa es un abordaje interdisciplinario. “Los hospitales están haciendo el abordaje desde Salud Mental, desde Servicio Social, desde la nutrición; lo que ha aumentado la adherencia es esto de abrir la cuestión más allá del límite del médico”.

Entre las actividades de contención que se llevan a cabo hay un grupo de reflexión, al que concurren pacientes que cuentan sus experiencias; cines debates, en los que se reflexiona con familiares y amigos; y un material gráfico impreso por el programa que es la revista Info-Adherencia, editada cada tres meses, con artículos relacionados con el tema de la salud.

Por el lado de la sociedad civil, Caminar de Nuevo, un espacio nucleado en la Fundación Manos Abiertas, trabaja con mujeres y niños con VIH/Sida desde la contención, la adherencia al tratamiento y la reinserción en sus ámbitos familiares, sociales y laborales. Cristina Butto, directora, sostiene que “existen muchos prejuicios acerca de esta enfermedad porque está ligada a conductas conflictivas de las personas: drogadicción, homosexualidad, etcétera. Es decir que, en el imaginario colectivo, aún está instalado que la enfermedad se relaciona con la ‘vida promiscua’”.

Finalmente, tanto los médicos del Programa Provincial como los representantes de Caminar de Nuevo, hacen especial hincapié en la óptima calidad de vida que actualmente poseen los pacientes con HIV, transformándola en una enfermedad crónica y tratable. Bouchet, al respecto, sintetiza: “Con el tratamiento la persona tiene una expectativa de vida similar a una persona que no tiene VIH”.