De guardiacárcel a kinesiólogo, toda una vida al servicio de los presos

Hombre de convicciones firmes e incapaz de darse por vencido, nadie podrá decir que Julio Arce ha tenido una carrera fácil, pero cualquiera sabe después de los 23 años que lleva en el Servicio Penitenciario de Córdoba, que ha peleado a brazo partido para ganarse el agradecimiento de sus pacientes y el respeto de sus pares y superiores.

Jefe de la División Kinesiología y Fisioterapia, con el grado de subalcaide, asegura que «la cárcel no es sólo ese lugar gris que imagina la gente» y admite que aunque ingresó al servicio por necesidad económica y no por vocación -«ganaba 250 mil australes como administrativo de la Universidad Tecnológica Nacional y el sueldo inicial como guardiacárcel era de 475 mil»- al poco tiempo comenzó a disfrutar del empleo que le permitió ejercer la profesión de la que se siente orgulloso.

Arce señala que la tasa de atención kinésica es baja en Bouwer. No distingue alguna dolencia particular propia de la vida en prisión, pero aclara que «el ámbito del encierro influye en cualquier patología; es evidente que no es igual estar enfermo o lesionado en libertad que entre rejas».

Son cuatro los profesionales de la kinesiología que desarrollan su labor en el complejo penitenciario y lo que más atienden son esguinces y golpes «aunque en los últimos tiempos se han incrementado los casos de síndromes neurológicos».

En cuanto a la aparatología, en el módulo donde funcionan los consultorios hay rampas, paralelas y escaleras suecas para realizar los trabajos de rehabilitación.

Peón de albañil, pintor de brocha gorda, obrero en Fiat, podador para la Epec, empleado en la UTN, Arce enumera los variados oficios de los que vivió hasta encontrar la profesión justa. Y como esas cosas que parecen especialmente organizadas y que aguardan escondidas en algún pliegue del destino, él todavía se acuerda que en realidad quiso ser médico pero llegó tarde para la inscripción y entre enojado y desolado pasó por la ventanilla de Kinesiología donde le dijeron «anotate acá». Lo hizo a regañadientes pero nunca se arrepintió.

Nacido y criado en Güemes cuando todavía el resto de la ciudad mentaba El Abrojal y los chicos crecían con las historias de la Pelada de la Cañada y el Cabeza Colorada, el titular de la División Kinesiología y Fisioterapia del Servicio Penitenciario reivindica la infancia y la adolescencia en el barrio y los códigos aprendidos en sus calles.

«Negro, vos fuiste la mosca en la leche» recuerda que le dijo un conocido de entonces cuando lo vio del otro lado de las rejas. Claro que la opción por el estudio y el trabajo no nacieron por generación espontánea. Llegaron de la mano de unos padres con los que sueña cualquier niño. Él, pintor de obra; ella, empleada doméstica o, más descriptivamente como le gustaba decir a su marido -según memora el hijo- lavaba ropa ajena y cuidaba chicos de otros para apuntalar las chances de los dos del matrimonio.

Antes de que el esplendor sojero extendiera a Güemes el boom inmobiliario, florecieran las casas de antigüedades y el Paseo de las Artes y los restó atrajeran al turismo internacional «había calles en las que la policía no se animaba a entrar», sonríe Arce al recordar su niñez.

Aunque no cambiaría por nada esa etapa de su vida, «me cuesta explicarle a mis 5 hijas cuestiones elementales que parecen tan lejanas de su realidad; por ejemplo que no había celulares, que vivíamos en una casa con piso de tierra  y el baño quedaba lejos, que había un solo  teléfono en toda la manzana  y que nos juntábamos 20 en lo del único vecino con tele para ver películas de Chaplin».

Julio Arce le debe a un médico amigo el apodo de Checho con el que lo nombran todos los conocidos, pero en el inicio de su labor en el Servicio Penitenciario se ganó por mérito propio el de «cansador». Fue su primera esposa la que escuchó en la tele que incorporaban guardiacárceles.

El sueldo era tentador pero muchos le manifestaron que era virtualmente imposible  que lo incorporaran sin un padrino político. El trabajaba por entonces en la UTN, estudiaba y tenía una hija y muchas necesidades económicas.

Resolvió entonces ganarles a fuerza de pura tosudez  y aunque nadie le prestaba demasiada atención, concurría a diario al edificio de la calle Entre Ríos y se sentaba frente a la oficina de personal a la espera de que le entregaran el formulario.

«Ahí está el cansador», escuchó una vez que una empleada le decía a uno de sus jefes. Lo convencieron de que era innecesario que montara guardia frente a la puerta de lunes a viernes  y aceptó concurrir solo 3 días a la semana. Un alma caritativa le advirtió en una ocasión que uno de los responsables de la admisión  no quería  a estudiantes universitarios.

Arce lo esperó a la salida del baño, se presentó y le pidió una oportunidad después de enterarse de que el oficial rechazaba a los estudiantes por la cantidad de días que se tomaban para rendir. «Sólo puedo darle mi palabra de que el trabajo será lo más importante para mí»-le aseguró; le creyeron, pudo llenar los papeles y lo tomaron.

Un pesado para el debut

El actual jefe de Kinesiología dejó su tarea de guardiacárcel para inciar la de kinesiólogo con un recluso de triste fama en Córdoba: el entrerriano Miguel Angel Verleye o Luis Angel Navarro o Sosa, quien entre otros delitos, fue responsable del asesinato del policía René García  y protagonista de una resonante fuga  que mantuvo en vilo durante varios días a la policía provincial.

«Verleye había quedado muy golpeado después de un altercado con otros internos. Estaba mal neurológicamente y necesitaba de un tratamiento intensivo». Ese paciente fue el primero de una lista muy larga que se incrementó años después cuando Julio Arce rindió el correspondiente concurso.

Recuerda que para entonces había presentado varios proyectos, el más importante de los cuales contemplaba centralizar la atención sin sacar a los internos de la prisión.

A los 53 años, a punto de concluir su carrera en el Servicio Penitenciario y como presidente de la Regional IV del Colegio de Kinesiólogos de Córdoba, Arce siente que el sacrificio propio y el de sus padres valió la pena.

«Es difícil el trabajo en la cárcel, pero está lleno de personas rescatables que tienen derecho a la salud, como todos, y que están pagando los errores que cometieron».

Con dos de sus cinco hijas en la carrera de oficiales, Julio se siente feliz de garantizar que el apellido Arce siga formando parte del Servicio Penitenciario. Está orgulloso del legado que deja, tanto como del que recibió.

«Hay pocas cosas que enseñen tanto como la infancia y el barrio que tuve. Mi padre aprendió a leer conmigo, feliz de tener un hijo en el secundario. Empezó comprándome ejemplares de Patoruzú, El Tony y D’Artagnan y terminó devorando él, que hasta entonces no sabía leer, seis tomos de una colección de historia. Mi vieja me heredó una vida espiritual plena, una fe inquebrantable. Ella se fue joven, por culpa de un cáncer, pero agradeciendo a Dios la familia que le había tocado en suerte».