El amor y la voluntad transforman la enfermedad en esperanza

Silvio Gramajo es un joven estudiante de medicina de 23 años, oriundo de Santiago del Estero. Durante su adolescencia fue una persona deportista: corría 12 kilómetros cada día, jugaba al fútbol, al básquet y entrenaba en un gimnasio. También formaba parte de un ballet de ritmos latinoamericanos, llegando incluso a viajar fuera del país para realizar exhibiciones de baile.

En 2005, tras haber estado 20 días en Chile, comenzó a percibir una notable pérdida de peso. No tenía apetito, se sentía cansado y sin fuerzas, lo que fue advertido por las personas de su entorno. “Mis amigos notaban que no corría de la misma forma. Traté de concentrarme en otra cosa, pero llegó un momento en que no podía disimular más”.

Hay circunstancias en las que un hecho nos despierta. Nuestro mundo comienza a cambiar, volviendo vano todo esfuerzo para que las cosas permanezcan como eran antes. El cuerpo de Silvio emitía alertas, su sensación era la de tener líquido en el estómago. Un médico le indicó que se trataba de un derrame pulmonar. La falta de aire que venía padeciendo se debía a que respiraba con un solo pulmón.

En ese momento lo trasladaron a Córdoba para realizarle una intervención que lo sacara del estado en que se encontraba.

Este joven, que en ese momento tenía 15 años, nunca imaginó que ese día de marzo del 2006 le quedaría grabado para siempre. Tras realizarle una punción de médula, le pusieron nombre a su padecimiento: leucemia linfática aguda.

Una situación extrema

Aislado totalmente, los médicos le informaron a los familiares de Silvio que la situación era muy delicada. Al punto que le pronosticaban tan sólo de 24 a 36 horas de vida como máximo.

“Lo primero que sentí fue inseguridad y bronca. Me preguntaba por qué yo, si siempre me cuidé, no fumé, no tomé, no hice nada malo, y me tocaba pasar por esa situación. Una semana antes había estado jugando y de un momento a otro me encontraba en una pieza solo, aislado”, recuerda.

“En todo momento pensaba: acá salgo como sea, pero salgo. Tengo que volver a mis actividades”. Con una voluntad inquebrantable, Silvio convirtió la lucha contra la enfermedad en su propósito de vida.

Tal vez gracias a ese tesón, poco a poco fue disminuyendo el nivel de riesgo, y comenzó a realizarse el tratamiento de quimioterapia. “Empecé a recibir las primeras drogas, se me caía el pelo, bajé mucho de peso”.

Esta etapa no fue sencilla de transitar. Con mirada tímida, recuerda: “Cuando me empezaron a colocar la droga, se me hacía muy difícil dormir. Me comenzó a molestar el hecho de estar tanto tiempo acostado, no podía siquiera caminar por los pasillos porque las defensas me disminuían y ponían mi cuerpo al límite”.

Cuando conseguía conciliar el sueño, Silvio no descansaba. Nunca se desconectaba de la rutina hospitalaria: seguía soñando que los enfermeros le hablaban, que le cambiaban el suero, y así el día nunca acababa. “Esto me pasó durante meses, todos los días, y hacía que me despertara cansado mentalmente, poniéndome agresivo”.

Proceso de recuperación

Comúnmente solemos considerar las situaciones de enfermedad como instancias oscuras de nuestra existencia. Pero en ocasiones, la propia conciencia de la muerte puede reforzar el sentido de la vida.

“En los primeros meses sentía bronca, no quería hablar con nadie. No era consciente que iba a estar ahí mucho tiempo más. Me irritaba el hecho de no poder manejarme por mí mismo, que otro tuviera que hacer mi trabajo, no quería molestar a mi mamá ni a mi hermana que me acompañaron en el proceso”, rememora.

Diariamente Silvio era acompañado por un gran equipo: el grupo de médicos, enfermeros, nutricionistas y psicólogos del Hospital de Niños. Ellos se encargaron de contenerlo y asistirlo continuamente. También las docentes que integran la Escuela Hospitalaria “Atrapasueños”, quienes se ocupan de que los chicos internados continúen sus procesos de educación, convirtiéndose en el nexo con las escuelas de origen.

Con mucha paciencia, dedicación y por sobre todo con un amor incondicional, estos profesionales marcaron la vida de Silvio, trasmitiéndole un aprendizaje que recordará para siempre. Hay brillo en sus ojos cuando evoca la indispensable labor que realizaron estos médicos y docentes.

“Hay mucho amor ahí, pero al principio no lo ves por que no querés y por sobre todo, no podés. Te molesta tanto el cuerpo, no dormís, te encontrás lejos de tu casa. En ese momento empezás a valorar cosas simples que tenías, como volver caminando de la escuela, o estar en clase, o juntarte con tus amigos”, grafica.

“El trabajo de la escuelita Hospitalaria Atrapasueños marcó mi vida. Quizás el médico está muy concentrado en qué pastilla darte; en cambio, las maestras no se preocupan por eso, tienen la posibilidad de manejarse con lo sentimental, con lo que te haga falta de cariño: te mantienen vivo de otra manera, con la esperanza de que vas a salir. Te mantienen en pie el cariño, el amor, la fe de que tenés una vida afuera, una escuela que te espera. Es un trabajo de equipo junto a todo el personal médico. Si emocionalmente no estás contenido, te quebrás, no hay forma de que salgas sin un apoyo así”.

Según el joven, una de las cosas que le cambiaron la vida fue convertirse en una persona más afectuosa, “poder abrazar, dar un beso sin medirme. Por ese tiempo, en mi casa el ambiente no era el mejor, y eso generaba que me costara mucho demostrar lo que sentía. No le daba sentido al amor, no entendía qué era porque no veía otra cosa”.

Un ejemplo de superación

Motivado por el afán de devolver de alguna manera la contención y ayuda que le proporcionaron su paso por el Hospital, Silvio decidió estudiar Medicina. Hoy se encuentra cursando las últimas materias. Desde hace ya un tiempo se le presentó la oportunidad de comenzar a cumplir con la que tal vez sea su misión personal, realizando prácticas en el mismo Hospital de Niños, y también en el Misericordia.

“Me encantaba cómo me trataban ahí. Yo quería devolver de alguna manera las cosas que aprendí de ellos, y también hacer algo por las personas, ser útil. El paciente te da cosas que no te las puede dar nadie más, eso no tiene precio. No busco otro tipo de retribución que no sea el cariño de la gente”.

Dueño de una sonrisa única y unos ojos que trasmiten luz, cuenta que su propósito es potenciar todo lo positivo que la Psicología y la Medicina tienen para ofrecer cuando actúan conjuntamente, como respuesta a la enfermedad.

“Busco que el médico deje de sentirse una persona omnipotente, y creer que todo se revierte con fármacos. Del lado del psicólogo, busco dejar de considerar que todo está en la cabeza. Quiero encontrar ese punto medio, hacerlo más fácil para las personas”, dice.

Una de los aprendizajes que más destaca es el de la relación con el paciente. “Creo que el haber pasado por esa situación me permite comprender más a los enfermos: por qué lloran, por qué están enojados, por qué tienen miedo”, explica.

“Siempre, ante todo, privilegio el respeto, porque el paciente viene mal, molesto. Uno tiene que darse cuenta que mientras más lo agredimos y no somos gentiles, menos confía en nosotros. Hay mucha gente que necesita hablar y soltarse, por algo llegan a esa situación”.

“Si volviera a nacer, elegiría pasar exactamente por lo mismo. Hay gente que se conecta con lo espiritual para encontrar el sentido de su paso por la tierra. Yo encontré el mío dentro de una habitación, aislado, escuchándome, poniendo atención a lo que me pasaba interiormente, lo que sentía y lo que me dolía”.

Y esta es la historia de Silvio, el joven santiagueño de 23 años que revirtió la enfermedad en esperanza. Con su ejemplo, parece demostrarnos que una situación de dolor, si es encauzada de manera sabia, proporciona una fuerza arrolladora y cambia completamente nuestra concepción del estar en el mundo, para aprovechar cada día y aprender a ser felices con todo lo que la vida nos presenta.